Cuando se examina el enconado conflicto religioso que enfrentó en el último cuarto del siglo XVII a dos facciones distintas de la Iglesia ortodoxa, origen del gran cisma que separó para siempre en dos el cuerpo de los fieles, lo primero que llama la atención es la aparente banalidad de la disputa. No se debatieron cuestiones de dogma, principios de fe, nociones y creencias, sino aspectos de la liturgia, costumbres y tradiciones relativas a las formas y el modo de oficiar, así como la revisión de algunos pasajes de los libros sagrados, distorsionados por erróneas interpretaciones y traducciones inciertas. El principal motivo de la discordia fue la modificación de la manera de santiguarse. Los partidarios del patriarca Nikon y de las reformas de corte helenizante propugnaron e impusieron que los fieles hicieran la señal de la cruz con tres dedos; los inmovilistas recalcitrantes, defensores de los usos antiguos y de las tradiciones de la Santa Rusia, abogaban por continuar santiguándose con dos dedos, como enseñaban los tiempos pasados y la venerada opinión y saber de los jerarcas antiguos. ¿Es posible que un desacuerdo sobre una cuestión tan superficial fuera el detonante de ese cisma proceloso y de las abominables violencias que acompañaron su desarrollo?. Pero es que, en el fondo, no se trataba de una cuestión banal y secundaria. El gesto en sí encerraba un significado profundo, incluía un simbolismo sutil y complejo que el propio arcipreste Avvakum detalla y comenta en uno de los pasajes finales de su Vida, titulado «Del modo de unir los dedos»:
Cualquier verdadero creyente debe unir los dedos de la mano de modo claro y firme y persignarse teniéndolos así. No debe hacerse la señal de la cruz con mano incierta y poco celo, dando satisfacción a los demonios, sino llevándose la mano a la cabeza, al vientre y después a los hombros, recitando la oración de modo que el cuerpo y la mente presten atención a esos misterios, ya que los dedos de la mano configuran los misterios sumos. Eso es lo que hay que entender. Según la tradición de los Santos Padres, se deben juntar los tres dedos del siguiente modo: el pulgar, el meñique y el anular deben unirse en el extremo; representan la divinidad en las tres personas (hipóstasis), Padre, Hijo y Espíritu Santo. Luego el índice y el corazón, que deben unirse doblando ligeramente uno de los dos, el corazón: eso representa el testimonio de la humanidad y la divinidad de Cristo. El acto de llevar la mano a la cabeza significa el espíritu no creado: el padre que genera al Hijo, Dios eterno. El acto de llevarla al ombligo simboliza la encarnación de Cristo, hijo de Dios, por la santa y divina Virgen María. Llevar la mano al hombro derecho representa la ascensión de Cristo, que está sentado a la diestra del Padre, lugar en el que también se encuentran los justos. Llevar la mano al hombro izquierdo significa la separación de los pecadores y los justos, así como la expulsión de los primeros, sus tormentos y condena eterna. De ese modo enseñan a unir los dedos los Santos Padres: Melecio, arzobispo de Antioquia, el beato Teodoreto, obispo de Cirenaica, Pedro Damasceno y Máximo el Griego. Y así está escrito en muchos libros, en los salterios, en el Libro de Cirilo, en el Libro de la fe, en el libro de Máximo, en el libro de Pedro Damasceno y en la vida de Melecio. En todas partes los santos dicen unánimemente de este misterio lo que acabamos de decir.
Baste esa cita, de paso, para desbaratar las opiniones de quienes consideran a los cismáticos (raskolniki) meros oscurantistas analfabetos y retrógrados, incultos y desencaminados.
Por otro lado, debe señalarse que las reformas introducidas por el patriarca Nikon, de acuerdo con el zar Alekséi Mijáilovich, no se reducían al modo de santiguarse, sino que afectaban a otros aspectos fundamentales de la liturgia, verbigracia: el Aleluya, antes pronunciado dos veces, pasaba a pronunciarse tres; las siete hostias en la celebración de la eucaristía se reducían a cinco; la forma de prosternarse hasta el suelo se sustituía por una inclinación hasta la cintura; se alteraban algunas fórmulas del Credo; hasta el propio nombre de Jesús se veía modificado y de Isus se transformaba en Iisus.
Después de la caída de Bizancio en 1453, Moscú se había convertido en el principal centro del mundo ortodoxo. Además, Iván el Terrible se había casado en segundas nupcias con Zoe Paleóloga, sobrina del último emperador bizantino, Constantino IX, lo que en cierto modo avalaba esa idea de sucesión.
En el conflicto que desembocó en el cisma se enfrentaron dos hombres del pueblo. Tanto el patriarca Nikon (Патриа́рх Ни́кон) como el arcipreste Avvakum (Аввакýм Петро́вич) eran naturales de la región de Nizhni Nóvgorod, El temperamento duro de ambos refleja el influjo de las penurias sufridas y los obstáculos superados desde la infancia.
Nikon, nacido en 1605, era un hombre de fuerte personalidad y decisión implacable. Tras la muerte de sus hijos y la entrada de su mujer en un convento, se hizo monje y no tardó en acumular cargos y dignidades en el seno de la Iglesia. En 1648 fue nombrado metropolitano de Nóvgorod y en 1652 asumió el título de patriarca. Además, contaba con la absoluta confianza del zar. No obstante, su carácter implacable le valió la enemistad de una buena parte del clero y, al final, acabó enajenándole las simpatías del zar, alarmado por sus ambiciones y pretensiones.
En un golpe de mano que recordaba una astucia de Iván el Terrible, Nikon se ausentó de Moscú, sin renunciar a su cargo, en un intento de acumular más poder y ascendencia sobre el soberano, pero éste, harto de sus exigencias, acabó forzando su destitución, sancionada finalmente en el Concilio de 1666.
La Vida del arcipreste Avvakum, escrita por él mismo es el testimonio más intenso y personal, quizás también el más interesante y valioso, de la literatura rusa anterior a Pushkin. Dostoievski, Tolstói y Gorki, entre otros, declararon tener en gran estima la obra del arcipreste escrita en un lenguaje colorista y rico, que mezcla lo culto y lo popular. La Vida es una obra clave de la literatura rusa del periodo.
Avvakum, en particular, y los viejos creyentes, en general, renunciaron al uso del eslavo eclesiástico y redactaron sus obras en la lengua común del pueblo. La lengua de Avvakum es ruda, directa, exenta de figuras retóricas y deja en el ánimo del lector una sensación de frescura. Pierre Pascal, autor del estudio más completo que existe sobre Avvakum (Avvakum et les débuts du raskol), descubrió la obra en 1928 y quedó sorprendido de la pujanza y brío del estilo del arcipreste.
Durante dos siglos el texto de la Vida circuló manuscrito entre los viejos creyentes. No se pudo dar a la imprenta hasta la tardía fecha de 1861. A partir de ese momento sus admiradores han sido numerosísimos, desde Leskov y Dostoievski, hasta Mussorgski y el propio Gorki, partidario de que entrara a formar parte de los programas escolares.
Así inicia Avvakum el relato de su vida: Nací en la región de Nizhni Nóvgorod, más allá del río Kudma, en la aldea de Grigorovo. Mi padre era el pope Piotr; mi madre, María, Marfa de monja. Mi padre tenía inclinación por las bebidas alcohólicas; mi madre, por su parte, observaba ayunos y oraciones y siempre me estaba inculcando que tuviera temor de Dios. Una vez, en casa de un vecino, vi una vaca muerta. Por la noche me levanté y lloré largo rato por mi alma delante del icono, pensando en la muerte, en que también yo tendría que morir. A partir de entonces me acostumbré a rezar cada noche. Luego mi madre enviudó. Yo era aún muy pequeño cuando me quedé huérfano y nuestros parientes nos echaron. Mi madre decidió darme mujer y yo recé así a la Santa Madre de Dios: «Que mi mujer me ayude a salvarme». En mi pueblo había una muchacha, también huérfana, que no faltaba nunca a los oficios religiosos. Se llamaba Anastasia. Su padre era un herrero adinerado llamado Marko, pero después de su muerte lo habían perdido todo. Así pues, la joven vivía en la miseria y le rogaba a Dios que le permitiera unirse a mí en matrimonio. Y así fue por voluntad de Dios. Luego mi madre volvió al seno del Señor entre muestras de gran virtud. En cuanto a mí, expulsado, me trasladé a otro lugar.
Avvakum fue ordenado diácono a los veintiún años y sacerdote dos años después. Lo echaron de la diócesis que se le había confiado por sus homilías encendidas, su rechazo a todo tipo de diversiones -representaciones, recitales de juglares y, por supuesto, la bebida- y su estricta observancia de la liturgia, que preveía oficios de cuatro o cinco horas. En 1647, a los veintisiete años de edad, viajó por primera vez a Moscú, donde conoció al confesor personal del zar, Stepán Vonifatev, el más importante representante del movimiento de renovación religiosa conocido como «los amigos de Dios», así como a Iván Nerónov, y, por mediación de éstos, al propio soberano. Poco después fue nombrado arcipreste de Yurevets-Povolskoi.
En 1653 es detenido por primera vez y llevado al patio del patriarcado, desde donde, «con los brazos a la espalda», lo trasladaron al monasterio de San Andrónico. Una vez allí, lo encerraron en una celda donde pasó tres días sin comer ni beber, cumpliendo con sus oraciones. Entonces surgió ante él una figura, hombre o ángel («todavía hoy no lo sé», nos confía Avvakum). El recién llegado pronunció una oración y le obligó a sentarse. Le puso una cuchara en la mano le dio un mendrugo de pan y un poco de sopa de col y le dijo: «Ahora basta, con eso es suficiente para que te repongas». Y, acto seguido, desapareció. «Las puertas no habían sido abiertas -nos dice el arcipreste-, pero él ya no estaba.»
En 1653 lo exiliaron a Siberia con su mujer y sus hijos. En Tobolsk, capital de Siberia, permaneció de diciembre de 1653 a junio de 1655. El arcipreste llevó con resignación su exilio, aunque en su manera de pensar y actuar no era menos dogmático que sus antagonistas. Estaba en el bando de los perdedores y los perseguidos y se enfrentaba a una fuerza -la del Estado- a la que no había modo de oponerse.
En 1655 llegó la orden de que lo trasladaran a la Dauria (región remota que se extendía a lo largo de la margen izquierda del río Amur). Mis hijos eran pequeños, no había nadie que pudiera echarme una mano. Así que este pobre arcipreste construyó él solo un trineo y lo arrastró con una correa a lo largo de todo el invierno. Los otros podían servirse de perros; yo, en cambio, sólo tenía a mis dos hijos pequeños, Iván y Prokopi, que tiraban juntos del trineo como dos perrillos. Con ayuda de los niños, construimos un recinto y una choza y encendimos un fuego.
En 1658 navegaron hasta el río Ingoda donde se le murieron dos hijos de corta edad:
No eran mayores, pero eran nuestros hijos. No teníamos dónde guarecerlos. Despojados y con los pies desnudos, vagaban con los demás por los montes y los peñascos afilados, matando el hambre con hierbajos y raíces.
En 1662 Avvakum recibió orden de regresar a la Rusia habitada. Es cuando Avvakum se entera de los avances imparables de las reformas litúrgicas y se siente abrumado por las dudas, sumido en el desánimo. Viendo su tristeza y desazón, su mujer le consuela y le interroga. Entonces Avvakum le habla en estos términos: «Esposa mía, ¿qué debo hacer? El invierno de la herejía está a las puertas. ¿Debo hablar o callar? Tengo las manos atadas por vosotros». Anastasia le conmina a seguir los dictados de su conciencia, defender sus creencias, exponer ante los hombres la verdadera fe: «Los niños y yo te bendecimos. Ten el valor de predicar la palabra de Dios como antes, no sientas pena de nosotros. Mientras Dios lo permita, viviremos juntos. Y, cuando nos separe, recuérdanos en tus oraciones». «Yo me incliné ante ella -escribe Avvakum- y, sacudiéndome de encima esa triste ceguera, volví a predicar la palabra de Dios como antes, a enseñar en las ciudades y en cualquier lugar, y también a denunciar con audacia la herejía nikoniana».
En febrero de 1664 llega de nuevo a Moscú. El zar en persona lo recibe y lo acoge con buenas palabras y aparente buena voluntad. Es evidente que procura ganarse su favor, reducir su oposición y forzar su sumisión. En esa época, Nikon ya había sido depuesto de su cargo, y Alekséi tal vez pensara que esa novedad facilitaría una reconciliación y la aceptación de las nuevas medidas. Pero para Avvakum no se trataba de una cuestión personal, sino de la alteración de unas tradiciones y usos que él consideraba inmodificables y de la imposición de otros que juzgaba pecaminosos y errados. La reconciliación se reveló tan imposible como antes, cuando Nikon dirigía los designios de la Iglesia. Llegados a ese punto, tanto las autoridades eclesiásticas como el zar procuraron acallarlo mediante la entrega de dinero en metálico, la concesión de prebendas, la escenificación de muestras de buena voluntad. Pero esas medidas conciliadoras no rindieron fruto alguno con el arcipreste. Después de guardar silencio durante un tiempo, Avvakum escribió una carta al soberano. El zar lo mandó llamar y quedaron los dos frente a frente. Se miraron en silencio largo rato y a continuación se separaron. «A partir de ese momento acabó nuestra amistad», apunta Avvakum.
Como consecuencia de esa carta, Avvakum es de nuevo exiliado, esta vez a orillas del río Mezen, en el norte, donde permanecerá hasta 1666. Ese año se celebraba en Moscú un importante Concilio, ante cuyos miembros el arcipreste tenía que presentarse. «Por la mañana me llevaron a la capilla -escribe Avvakum- y los prelados discutieron largo rato conmigo. Luego me trasladaron a la catedral, donde, después del Himno de los Querubines, en pleno oficio, me raparon la cabeza, me afeitaron la barba y me maldijeron. Yo, por mi parte, maldije a los enemigos de Dios.» Cabe recordar aquí el importante simbolismo que encerraba el rapado de la barba. Ya en 1551, durante el Concilio de los Cien Capítulos (Stoglav), celebrado en tiempos de Iván IV el Terrible, se había prohibido que los ortodoxos se cortaran el bigote y la barba, considerándose esa práctica una marca de la herejía latina. Otros de sus compañeros sufrieron peor suerte y, además de quedarse sin pelo, perdieron también la lengua. El zar Alekséi, a quien Avvakum siempre disculpa, le manda un mensaje de aliento, pero Avvakum, escarmentado por tanta persecución y encierro, se limita a recodar un pasaje de los salmos: «No pongáis vuestras esperanzas en los príncipes ni en los hijos de los hombres, porque en ellos no encontraréis la salvación». Lo llevaron al monasterio de San Nicolás de Ugresha, donde lo tuvieron preso del 15 de mayo al 3 de septiembre de 1666. Pero Avvakum no se queja; al contrario, acepta su desgracia con resignación, sometiéndose a los designios divinos: «Nuestro sufrimiento era necesario, no había modo de esquivarlo. Satanás ha obtenido de Dios la Rusia resplandeciente para empaparla con la sangre de los mártires». A continuación lo trasladaron al monasterio de San Pafnuti, «en el que me tuvieron encadenado en una celda durante casi un año». En abril de 1667 lo sacaron del monasterio y lo llevaron a Moscú, donde compareció ante el Concilio el 17 de junio de 1667. En ese Concilio, inaugurado el 1 de diciembre de 1666, se había decidido deponer a Nikon pero al mismo tiempo condenar el ritual antiguo. Los viejos creyentes ya no eran simples opositores, en cierto modo tolerados, sino cismáticos recalcitrantes, y, por tanto, a partir de ese momento serían perseguidos, acosados, exterminados.
Una vez consumada la derrota, Avvakum fue conducido al que sería su último lugar de exilio, Pustoziorsk, en el extremo Norte, donde viviría desde 1667 hasta el 4 de abril de 1682, fecha en que sería quemado en la hoguera. En cuanto a sus hijos Iván y Prokopi, fueron condenados a muerte, pero ambos se arrepintieron y lograron que la pena se les conmutara por otra acaso no menos terrible: los encerraron en un sótano oscuro y desnudo, en compañía de su madre. Cuando se enteró de la noticia, Avvakum, decepcionado, escribió: «¡Eso es lo que habéis obtenido! Una muerte sin muerte».
En abril de 1670 se leyó a los prisioneros una misiva en la que se aseguraba que sólo obtendrían el perdón del zar si se avenían a hacer la señal de la cruz con tres dedos. Como los prisioneros se negaron, les cortaron las manos y la lengua. El único que se libró del suplicio, sin duda por intervención del zar, fue el propio Avvakum. Así relata el arcipreste los hechos: Luego cogieron al pope Lazar y le cortaron la lengua entera, desde la garganta. Goteó un poco de sangre, pero luego la hemorragia cesó. En ese momento se puso a hablar incluso sin lengua. A continuación metió la mano derecha en el cepo y se la cortaron a la altura de la muñeca, y la mano cercenada, que yacía en tierra, juntó por sí sola los dedos y conformó la señal de la cruz según la tradición... Yo mismo me asombré: una cosa inanimada que obedecía a los seres animados. Habló distintamente [Lazar] por espacio de dos años, como si tuviese lengua; al cabo de ese tiempo, oh milagro, le creció otra, del mismo tamaño, aunque un poco más roma, y de nuevo volvió a hablar sin parar, alabando a Dios y vituperando a los apóstatas.
En los últimos tiempos la oposición de los viejos creyentes se había vuelto demasiado peligrosa. En 1682 llegó a Pustoziorsk la orden de que se pusiera fin a la vida de Avvakum y sus compañeros.
Así relata Pierre Pascal los últimos instantes de la vida del arcipreste: El viernes santo, 14 de abril de 1682, en la plaza de Pustoziorsk, aún cubierta de hielo, levantaron un tosco armazón de troncos, que rodearon con brazadas de paja, ramas de abeto y cortezas de abedul. Toda la población de la triste aldea estaba presente, como mandaba el ukaz. Los condenados cantaban sus oraciones. El arcipreste había pronunciado su última bendición. Todos se habían deseado la paz. Una vez en el cadalso, levantaron la mano derecha, los dedos unidos según la tradición, al tiempo que gritaban al pueblo: «¡Ésta es la verdadera cruz y por ella morimos! ». Un arquero prendió fuego a la pira. Aún envuelto en llamas, Avvakum seguía exclamando: «Hermanos, rezad siempre con esta cruz y no moriréis. ¡Si alguna vez la abandonáis, estaréis perdidos!». Luego, una vez apagado el fuego, los curiosos se acercaron para reconocer los restos calcinados de los mártires.
Cada vez más hostigados y perseguidos, los seguidores de los viejos ritos se fueron desplazando a regiones remotas y alejadas de los centros del poder. Convencidos de que se había iniciado el reinado del Anticristo (entre otras cosas el Concilio se había celebrado en 1666 y el número de la Bestia era el 666), los fieles se dispusieron a esperar el fin del mundo, que suponían inminente e inevitable. Los miembros más exaltados e impacientes de la comunidad decidieron adelantar el momento de su muerte, pues la vida se les había vuelto insoportable en ese mundo dominado por las fuerzas del mal. Desesperados, organizaron holocaustos en masa donde perecieron, en interiores de iglesias, en piras gigantescas, entre ríos de sangre y flamear de llamas, decenas de miles de viejos creyentes. «Unos se ahogaban, otros se apuñalaban o se enterraban vivos o bien se prendían fuego -escribe Pia Pera (I vecchi credenti e l'Anticristo). En 1672 casi dos mil viejos creyentes se sacrificaron en Nizhni Nóvgorod. Entre 1675 y 1691 se inmolaron cerca de veintiún mil viejos creyentes».
Pero va pasando el tiempo y el fin del mundo no llega. Y a los seguidores de la vieja fe se le plantean complicaciones y contratiempos insolubles. A las pocas décadas de la muerte de Avvakum, los cismáticos se quedaron sin sacerdotes que hubieran sido ordenados de acuerdo con el rito tradicional. ¿Cómo administrar, entonces, los sacramentos?. No podían recurrir a los sacerdotes y obispos ordenados después de las reformas nikonianas, pues eran seguidores del Anticristo, ministros de las fuerzas oscuras. Los desafíos propiciados a una congregación de fieles sin pastor produjeron una escisión en las filas de los viejos creyentes, que a su vez fue origen de las decenas de sectas en que acabó pulverizándose el movimiento cismático. Una parte de los viejos creyentes decidió, al fin, recurrir a sacerdotes que hubieran renegado de las reformas litúrgicas o llamar a religiosos ordenados en otras tierras. Son los llamados «sacerdotales» (popovtsi). Los que decidieron organizar la vida de la comunidad sin ningún tipo de jerarquía eclesiástica se conocen como «asacerdotales» (bezpopovtsi).
Así describe Pierre Pascal, después de visitar una capilla de asacerdotales, la desesperada situación de los seguidores del rito antiguo:
Toda alma cristiana debe amar ese olvido del mundo, esa armonía entre hombres, lugares y cantos, esa seriedad, esos escrúpulos de fidelidad, esa aparente verdad integral. ¡He ahí la auténtica Iglesia rusa! Pero detrás del iconostasio no hay altar, el lugar santo está vacío. Se recitan las horas, ¡pero jamás se celebra misa! Y sin embargo, estas personas no son protestantes, que niegan la transustanciación y declaran que pueden prescindir de los sacerdotes, comulgar directamente con Dios. Al contrario, creen necesario el sacerdocio. Pero ni lo tienen ni pueden tenerlo: han perdido la gracia. Y así, esperan como buenamente pueden, con soluciones imperfectas, el fin del mundo. ¿Cabe mayor desesperación?.
Las persecuciones de que fueron objeto los viejos creyentes no se mitigaron un tanto hasta los tiempos de Pedro el Grande. No es que el poderoso zar sintiese simpatía por su causa -al contrario, su desprecio era infinito-, pero con su proverbial espíritu pragmático descubrió que podían ser una cuantiosa fuente de ingresos. Como el resto de la población, debían pagar un impuesto por llevar barba; pero, además, estaban sujetos a una doble imposición. Con eso no acababa la discriminación: no podían ejercer ninguna función pública ni testificar contra los ortodoxos, debían llevar un traje ridículo, con un cuadrado rojo orlado de amarillo a la espalda, y estaban obligados a entregar un tributo con ocasión de cada nacimiento, boda o entierro, así como a denunciar a todos sus correligionarios no registrados.
También con Catalina II los viejos creyentes disfrutaron de cierta tolerancia, pero la situación volvió a empeorar a principios del siglo XIX, con la subida al trono de Nicolás I.
Según las cifras proporcionadas por Geoffry Hosking en Russia: People and Empire, «a principios del siglo XX, unos doscientos cincuenta años después del inicio del cisma, los viejos creyentes contaban con diez o doce millones de seguidores, es decir, entre una quinta y una cuarta parte de todos los rusos adultos».
Con la llegada de tiempos más favorables y la toma de medidas más conciliadoras por parte de las autoridades civiles -no de las eclesiásticas-, algunos acabaron fundando importantes estirpes de comerciantes y agricultores ricos, cuyos vástagos dedicaron gran parte de su tiempo y de su fortuna a reunir importantes colecciones de arte.
Para Rusia las consecuencias del cisma fueron graves y diversas, y terminaron afectando no sólo a los cismáticos, sino al conjunto de la población. Con el paso del tiempo la brecha que separaba a las clases populares de las capas educadas, a los campesinos incultos de las poblaciones urbanas, fue haciéndose cada vez más profunda, y acabó cristalizando, ya en pleno siglo XIX, en esa división de las elites intelectuales entre occidentalistas y eslavófilos. Como comenta con acierto Pierre Pascal: «Después de Nikon, Rusia ya no tiene Iglesia. Tiene una religión de Estado. De ahí a la religión del Estado no hay más que un paso. La religión del Estado ha sido instaurada por el poder que en 1917 ha sucedido al imperio».
MAG/27.02.2015