Alejandro I fue en los primeros años de su mandato un monarca popular amado por el pueblo ruso. Educado por el abogado republicano suizo Frédéric-César de La Harpe en los principios del despotismo ilustrado, parece moderado en contraste con sus predecesores Catalina II y Pablo I, permitiendo a los siervos comprar su libertad.
En 1812, y con la gran ayuda del ‘general invierno’ y la pequeña de un regimiento de españoles prisioneros de los franceses que se pasaron al enemigo, salva a Rusia expulsando a las tropas de Francia del país. Tres años después, a la caída de Napoleón, se encuentra en el apogeo de su gloria como ‘libertador de Europa’.
La influencia intelectual de la baronesa Barbara von Krüdener le acercó al misticismo cristiano, plasmado en la formación de la Santa Alianza: una coalición de las monarquías europeas para preservar el orden tradicional frente a las amenazas del liberalismo y del nacionalismo. Abandona, pues, sus ideas reformistas y se torna místico y conservador.
Sobre su conciencia gravita el peso del derrocamiento y muerte de su padre el zar Pablo. Su nueva política le aleja del pueblo y teme un golpe de Estado. Alejandro sueña con abandonar el poder y no deja de repetir a sus más cercanos que abdicará antes de cumplir 50 años. Escribe a Guillermo de Prusia diciéndole que quiere dejar la corona a su hermano y retirarse para vivir como ermitaño. La melancolía lo carcome, recorre sin cesar su imperio, buscando escapar de sus recuerdos. Inmerso en una gran depresión, para tratar de aligerar su dolencia se traslada a las costas del mar de Azov, en Crimea, en busca de paz. El 16 de noviembre de 1825, Alejandro llega a su castillo de Taganrog. Acaba de cumplir cincuenta años. Quince días más tarde, el 1 de diciembre de 1825 anuncian la muerte del zar Alejandro I por paludismo.
Posteriormente se comprobó que el informe de su autopsia era falso. Lleva las firmas de médicos que confesaron no haber estado en Taganrog ese día; las conclusiones de este documento están en contradicción con lo que se sabe de Alejandro: ninguna mención de hipertrofia del bazo, síntoma evidente del paludismo; la descripción de una cicatriz en la pierna derecha, cuando es en la izquierda donde Alejandro tenía una; rastros de una lesión encefálica secuela de una sífilis que Alejandro jamás padeció. Conforme la costumbre, el cadáver es expuesto varios días en público. En la iglesia de Taganrog, los visitantes quedan sorprendidos: la cara del soberano está irreconocible, casi descompuesta. El príncipe Volkonsky, encargado de los restos, escribe: “La cara está ennegrecida por el aire húmedo y los rasgos del difunto están completamente cambiados”.
Once años después, cuando se suponía que el zar llevaba todo ese tiempo muerto y enterrado en San Petersburgo, en el otoño de 1836, un sorprendente personaje de unos sesenta años es tomado preso en la provincia de Perm. Este caballero de ademanes nobles se presenta como un vagabundo de nombre Fiódor Kusmich (Фёдор Кузьмич) de vuelta de un largo viaje por Tierra Santa. Los policías quedan sorprendidos por su soltura y sus aires de gran señor. Pero, conforme a las leyes en contra de la vagancia, el prisionero es deportado a Siberia. Este no protesta. Durante largos años trabaja en una destilería y después en una mina de oro.
Pero Kusmich no es un hombre ordinario. Brota de él una nobleza moral sólo igualada por su piedad y, poco a poco, llega a ser considerado como un stárets, un hombre santo. Instalado en una pequeña casa en Krasnoretchensk, Fiódor Kusmich no pide nada. Sin embargo, numerosos visitantes, como el obispo de Irkutsk, vienen a entrevistarse con él. El ermitaño sorprende: habla varios idiomas extranjeros, conoce perfectamente todos los acontecimientos políticos y a los grandes dirigentes, se apasiona cuando cuenta, con una precisión increíble, la guerra de 1812 y los detalles de la entrada del zar Alejandro en París. Todos los testimonios concuerdan: sólo se puede tratar de una persona que haya vivido esos acontecimientos desde una alta posición del Estado.
Se cuenta que un veterano de la guerra de 1812 al cruzarse un día con el ermitaño (al que no conoce) se arrodilla frente a él al haber reconocido a su amo, el zar Alejandro. Fiódor Kuzmich se enoja y calla al soldado: "yo soy sólo un vagabundo", repite varias veces. Comenzaron las sospechas de que aquel hombre era Alejandro I. Algunos documentos prueban que el vagabundo recibió en secreto la visita de varios miembros de la familia imperial, entre ellos la del zar Alejandro II en 1837. El zar Nicolás II visitó la tumba de Fiódor Kusmich en 1893.
Fiódor falleció en Tomsk (Siberia) en 1864, fue canonizado por la iglesia rusa en 1984, gozando de gran veneración por parte de la familia imperial, lo que alimentó la sospecha de que este ermitaño se trataba realmente de Alejandro I.
Finalmente cuando, 40 años después de la muerte del zar, su sobrino nieto Alejandro III, para acabar con la leyenda, hace abrir el sarcófago que se guarda en la cripta de los Romanov en la catedral de Pedro y Pablo en San Petersburgo para enseñarle al mundo los restos de su antepasado, sólo encuentra un ataúd vacío. También se volvió a abrir la tumba en 1926, con evidentemente el mismo resultado y así sigue al día de hoy. Nadie nunca ha podido dar una explicación a la desaparición de Alejandro I.
El episodio está tan aceptado en Rusia que Leon Tolstoi lo recoge en su libro “Guerra y Paz” donde asegura que aquel eremita era el zar Alejandro.
Alexis S. Troubetzkoy ha estado documentándose durante 20 años para publicar en 2002 un extenso libro titulado Imperial Legend: The Mysterious Disappearance of Tsar Alexander I, uno de cuyos cinco ejemplares en venta por IberLibro espero recibir próximamente.
MAG/18.04.2015
Explicació fantÀSTICA. Gràcies.
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