jueves, 29 de enero de 2015

Los pintores más destacados en la iconografía rusa


Tras la adopción del Cristianismo, las primeras escuelas de pintura en la Rus de Kíev surgen en los principados de Vladímir-Súzdal y Nóvgorod.

La segunda mitad del s. XIV y los comienzos del s. XV son conocidos como el Siglo de Oro de la pintura mural. Destacan en la pintura medieval de iconos los maestros Teófanes el Griego y su discípulo Andréi Rubliov. 

Teófanes el Griego, (1350 - 1410), nació en Constantinopla. En 1370 se trasladó a Novgorod, y en 1395 a Moscú. Su estilo es considerado insuperable expresivamente en pinturas monocromas. Algunos de sus contemporáneos decían que «parecía pintar con una escoba» por la ejecución tosca, definida y remarcada de sus frescos más preciados, únicos en la tradición bizantina.

El mejor ejemplo de su arte puede verse en su icono de la Transfiguración de Jesús donde la llamativa geometría y brillo de la figura de Cristo se contrapone a la ordenada confusión de apóstoles sobre el pasaje terreno, arrojados como muñecos en las estribaciones del Monte Tabor. El balance armónico de las proporciones y las formas evocan una espiritualidad muy poderosa y transmiten la genialidad de este pintor.



Este icono de la Transfiguración expresa a los hombres la transformación de la materia en luz. En el Monte Tabor, Cristo se transfiguró como manifestación del esplendor de Dios, de su gloria, de su divinidad y eternidad. Este icono, por tanto, es una representación de la no representación. Se detiene en mostrarnos la belleza de la imagen para representar lo invisible. Utiliza materias primas, medios físicos, materiales e inteligencia humana para expresar lo que está fuera de la física, de la materia y del conocimiento. 

Un icono no se mira, se contempla. La inteligencia es elevada al conocimiento de Dios (teognosia). Los santos Padres han hablado de los tres grados del conocimiento de Dios: primero, la luz, porque uno que está en la oscuridad y recibe la fe, empieza a ver. En segundo lugar, la nube, porque a medida que se acerca a Dios comprende que sus sentidos y su inteligencia poco pueden ayudarle a penetrar lo incognoscible y lo invisible y, entonces, es el Espíritu el que sí permite penetrar hacia el interior, pero con un conocimiento velado como en una nube. En tercer y último lugar, la tiniebla, ya que  los místicos y santos, que han penetrado esta barrera y han experimentado la presencia de Dios, hablan de esa visión como una tiniebla luminosa, la oscuridad de la fe frente a la presencia de Dios, un no ver para ver a Dios, porque Él trasciende toda imagen y su esencia penetra en aquéllos cuya existencia está oculta con Cristo en Dios. Este es el sentido de los tres círculos que rodean a Cristo transfigurado, es decir, los tres grados de conocimiento: luz, nube y tiniebla. La estrella de seis puntas así concebida, también llamada Sello de Salomón, simboliza la unión del espíritu y de la materia, de los principios activo y pasivo.

A los lados de Cristo aparece Moisés a su izquierda y Elías a su derecha. Moisés, con la barba corta y rasgos de madurez, no ha envejecido: conserva inmutable su belleza porque fue hombre de oración y vio el rostro de Dios. Sobre sus manos sostiene la piedra escrita con la Ley. Su postura reverencial es la del contemplativo que alza las manos, al tiempo que se recoge en su interior. Levanta la piedra, infunde el espíritu a la letra, cuyo peso de otra forma la haría caer por el peso de la interpretación judaica. Elías, por el contrario, sí aparece anciano, con la barba y el cabello largo, porque es el profeta por excelencia. Señala a Cristo con su mano derecha porque Él es el objeto de todas las profecías, el resumen de la esperanza mesiánica cumplida. Sobre ellos, remarcados entre nubes que representan otra dimensión del cielo, el empíreo o lugar de las criaturas espirituales, aparecen sendas figuras de ángeles, aquellos que les condujeron a sus moradas celestes, según una tradición que sostenía que ambos no murieron sino que fueron llevados o arrebatados al Paraíso.

La parte inferior se reserva para representar a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan que caen por tierra en posturas extravagantes y retorcidas, manifestando la imposibilidad de resistir la luz de la visión.



Teófanes decoró más de cuarenta iglesias en Constantinopla y en la Rus. Se le atribuye el célebre icono La Virgen del Don.

Andréi Rubliov (Андрей Рублёв) (1360 – 1430) fue un religioso y pintor ruso medieval. Es considerado como el más grande iconógrafo de Rusia. Fue canonizado por la iglesia ortodoxa rusa en 1988. En 1959 se abrió en Moscú el Museo Andréi Rubliov en el Monasterio Andrónikov, mostrando su trabajo. En 1966, Andréi Tarkovski realizó una película basada en su vida.

Inicialmente Rubliov fue asistente de Teófanes el Griego; si la obra de Rubliov se mantiene dentro de la tradición bizantina también es cierto que se libera del excesivo hieratismo canónico del arte tradicional bizantino. Innova al introducir flexibilidad en las figuraciones y una expresión más humana y dulce en las actitudes y, especialmente, en los rostros.

El celebérrimo ícono de "La Trinidad" es la obra más famosa de Rubliov, pintada probablemente entre 1422 y 1428 para la catedral del monasterio de la Trinidad y San Sergio. Rubliov representó a tres ángeles que, según el relato bíblico, fue la forma que tomó Dios para aparecer ante Abraham y Sara en Mambré.


El personaje central destaca por su posición, y por el intenso rojo de su túnica que contrasta fuertemente con el azul del manto. Viene de un largo camino, por eso el cuello de su túnica está ligeramente descolocado, una estola dorada cae sobre su hombro derecho. Está mirando hacia su derecha, al segundo ángel, vestido con una túnica azul casi totalmente cubierta por un manto semitransparente. Está como recibiendo al recién llegado, su postura es de reposo. A la derecha tenemos al tercer ángel, cortado por el bastón que sostiene con la mano izquierda. La mano derecha casi parece apoyarse en la mesa como para levantarse. La túnica es azul, como en el caso del personaje de la izquierda, pero el manto es de un verde igual al del suelo sobre el que se apoyan los bancos en que están sentados los tres.

El azul de las túnicas representa la divinidad de los tres personajes, iguales y distintos a la vez. Es el Dios oculto que parece trasparentarse en el manto del Padre, el Dios que muestra el misterio de su amor hasta la muerte en el rojo del Hijo y el Dios que da vida a toda la creación en el verde que el Espíritu Santo comparte con el suelo.

En la parte superior vemos una casa, un árbol y una montaña. Son signos de las grandes realidades religiosas del Antiguo y del Nuevo Testamento. La casa es el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo (el Templo en el Antiguo Testamento y Jesús en el Nuevo), el árbol es el lugar de la prueba (la que vence al hombre en el árbol del bien y del mal del que come Adán y en la que el hombre sale vencedor en el árbol de la cruz) la montaña, es el lugar de la ley (la que dio Moisés en el Sinaí y la nueva ley de Jesús en el sermón del monte).

Un circulo exterior enmarca a los tres personajes, y un círculo interior reitera y profundiza el movimiento circular de la imagen. La mirada de quien contempla la escena es conducida de un personaje a otro en un camino infinito. Es la vida del Dios trino que se pone ante nuestros ojos. Dios no es un puro permanecer en sí mismo, un absoluto quieto y muerto, sino que el ser de Dios es un permanente salir de sí una dinámica eterna de donación y comunión en la que nos va introduciendo la ‘circularidad’ del cuadro.

Hay como dos centros, por una parte la copa, que representa la Eucaristía, por otra parte el pecho del personaje central: el Hijo. A través del amor de Cristo, que se nos ofrece en la Eucaristía, se realiza la nueva creación, el nuevo tiempo de la salvación que es apertura a la eternidad de Dios. Compartir la copa eucarística es adentrarse en el misterio del amor que mana del pecho de Cristo.

Esta unión entre la Eucaristía y Cristo queda realzada por la copa que forman las siluetas de los personajes laterales, reproducción de la copa central. Esta segunda copa, resultado de la conjunción de la obra del Padre y del Espíritu que sostiene al Hijo, manifiesta el contenido de la copa central: Jesucristo, el salvador que viene de un largo camino de muerte, simbolizado por el cuello descolocado de su túnica, pero también de resurrección y gloria que se muestran en la estola dorada que luce. La invitación de Dios en la Eucaristía es una invitación a hacernos hijos en el Hijo, no sólo compartimos la copa, sino que nos hacemos parte de ella, el sacrificio y el triunfo de Cristo son también nuestro sacrificio y nuestro triunfo

La presentación de la Eucaristía no se realiza simplemente como algo externo, sino que se nos invita a participar de ella, a entrar dentro de la mesa: el Hijo parece que se adelanta a llamarnos a ella.

 Situados en el interior de esta mesa eucarística podemos asistir a la relación entre las tres personas divinas, es una relación doble que se establece a través de las miradas y de las manos. Las miradas representan la relación interna de las tres divinas personas, las manos su participación en la historia de la salvación. Hay un cruce de miradas entre el Padre y el Hijo, y en el centro de este cruce se introduce la mirada del Espíritu Santo: es la vida interna de la Trinidad de Dios, continua generación de amor entre el Padre y el Hijo y continua presencia de amor recogido en el Espíritu. Y este amor divino no está destinado a permanecer encerrado en Dios, al contrario, se derrama en el mundo, la mano del Padre envía al Hijo que con la suya, al mismo tiempo que bendice la copa eucarística, señala al Espíritu en quien se recoge toda bendición para la salvación del mundo.

Si finalmente nos fijamos en los bastones nos daremos cuenta de que, al mismo tiempo que señalan los espacios de las tres divinas personas, entre el segundo y el tercero enmarcan el pie del Espíritu Santo. Es Dios que está a punto de levantarse y salir a nuestro encuentro.

La paleta de Rubliov logró unir la fuerza contenida de la gama de colores del icono con los matices apenas perceptibles de las tonalidades claras y luminosas, que parecen emitir una luz dulce. La composición del cuadro se basa en la sucesión rítmica de las líneas curvas que dan la idea de un círculo; las ligeras figuras alargadas de los ángeles hacen juego con los contornos del cáliz y de la colina, del árbol y del edificio.

La belleza y armonía del icono, ejecutado con sorprendente inspiración y maestría sirvieron de modelo excelso a los creadores artísticos rusos de épocas posteriores.


Dionisio el Sabio (Дионисий) (ca.1440 - 1502) fue un pintor de iconos ruso, reconocido como la cabeza de la escuela moscovita de pintores de iconos a caballo entre los siglos XV y XVI. Su estilo de pinturas es llamado en ocasiones «el manierismo moscovita».

El primer encargo importante de Dionisio fue una serie de iconos para la Catedral de la Dormición en el Kremlin de Moscú, ejecutada en 1481. Las figuras en sus iconos están afamadamente alargadas, las manos y los pies son diminutos, y las caras serenas y pacíficas. Entre sus muy ricos y notables patronos, Iósif de Volokolamsk solo le encargó que pintase más de 80 iconos, principalmente para los claustros del Monasterio Iósifo-Volokolamski y Monasterio Pavlo-Obnorski.


La obra más amplia y mejor conservada de Dionisio es la monumental pintura al fresco de la Catedral de la Natividad de la Virgen en el Monasterio de Ferapóntov (1495-96). Los frescos, representando escenas de la vida de la Virgen María en colores singularmente puros y amables, están impregnados con un ambiente solemne y de gala.


Mijaíl Vasílievich Nésterov ( Михаи́л Васи́льевич Не́стеров) nació en Ufá, Rusia, el 31 de mayo de 1862. Es el representante más importante del Simbolismo religioso ruso, movimiento que él inició. 

“La visión del joven Bartolomé”, pintada entre 1890 y 1891, está considerada como su obra maestra. En ella se representa  la conversión de Sergio de Rádonezh. 


En la década de 1880 se unió a un grupo de realistas rusos: “los Peredvízhniki”.

De 1890 a 1910, residió en Kiev y en San Petersburgo. Pintó varios frescos en la Catedral de San Vladímir de Kiev y en la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada de San Petersburgo.

En 1910 se trasladó a Moscú, donde vivió el resto de su vida, trabajando para el Convento de Marta y María (Marfo-Mariinsky). Fiel devoto de la Iglesia Ortodoxa, no apoyó ni simpatizó con la Revolución de Octubre de 1917, pero permaneció en la Unión Soviética hasta su muerte. Fue además un magnifico retratista y paisajista. Murió en Moscú el 18 de octubre de 1942.



MAG/29.01.2015


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